Evangelio (Mt 12,46-50)
Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces:
-Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo.
Pero él respondió al que se lo decía:
-¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?
Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo:
-Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
Comentario
En el día en que celebramos la Santísima Virgen del Carmen, el evangelio de la Misa nos presenta una escena, algo desconcertante a primera vista, pero en la que Jesús nos habla de la grandeza de su Madre bendita.
Cuenta san Mateo que Jesús estaba predicando en medio de mucha gente “cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él”. Como es bien sabido, “hermanos” es el modo habitual en el próximo oriente de denominar a todos los parientes próximos. No eran hijos de María que, además de concebir y dar a luz a Jesús de modo virginal, permaneció siempre virgen. De algunos de estos parientes conocemos sus nombres por otros pasajes del Evangelio: Santiago, José, Simón y Judas (cf. Mateo 13,55).
La respuesta de Jesús a quienes han ido a informarle de que lo estaban buscando es provocativa: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?” Parece excesivamente cortante o dura, como si rechazara a sus seres queridos, pero no era así. San Agustín se preguntaba: “¿Acaso la Virgen María – elegida para que de Ella nos naciera la salvación y creada por Cristo antes de que Cristo fuese en Ella creado – , no cumplía la voluntad del Padre? Sin duda la cumplió, y perfectamente. Santa María, que por la fe creyó y concibió, tuvo en más ser discípula de Cristo que Madre de Cristo”[1].
En efecto, la pregunta retórica de Jesús ayuda a centrar la atención en lo que va a decir a continuación y que es una enseñanza muy profunda también para nosotros: “todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”. La mayor grandeza de cualquier criatura es cumplir con fidelidad los planes que Dios ha dispuesto para ella.
Sin duda para María, como para toda buena madre, supondría un notable sacrificio el no poder gozar a diario de la cercanía de su Hijo, que debía cumplir la misión redentora para la que había venido al mundo. También Jesús sabía amar y le dolería la separación de su Madre. Pero por encima de todos los nobles afectos humanos está el cumplimiento de los planes divinos. Por eso enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que “los padres deben acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos”[2].
Que la Santísima Virgen, a la que hoy veneramos bajo la advocación del Carmen, nos ayude a abrazar como ella, con alegría, la llamada que el Señor nos hace a cada uno, obedeciendo a los planes divinos para cada uno.