Evangelio (Mt 12,14-21)
Al salir, los fariseos se pusieron de acuerdo contra él, para ver cómo perderle.
Jesús, sabiéndolo, se alejó de allí, y le siguieron muchos y los curó a todos, y les ordenó que no le descubriesen, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías:
Aquí está mi Siervo, a quien elegí,
mi amado, en quien se complace mi alma.
Pondré mi Espíritu sobre él
y anunciará la justicia a las naciones.
No disputará ni gritará,
nadie oirá su voz en las plazas.
No quebrará la caña cascada,
ni apagará la mecha humeante,
hasta que haga triunfar la justicia.
Y en su nombre pondrán su esperanza
las naciones.
Palabra del señor
Comentario
Dios, buen pedagogo, había dicho al pueblo de Israel que se le podía encontrar en el susurro de una brisa suave antes que en el huracán o el terremoto (cfr. 1Reyes 19,3-15). Una y otra vez debían ser corregidas las expectativas de aquellos hombres, a los que les costaba tanto salir de su forma de comprender las cosas. En ese susurro es como Jesús, el Mesías esperado, vino al mundo: en el silencio de la noche y en un lugar pequeño y apartado. Y con ese susurro es como llevó a cabo su misión: como Siervo sufriente (cfr. Is 42,1-4). De esto había hablado Isaías, pero la mayoría no lo había entendido: el Mesías se iba a enfrentar con el endurecimiento y el rechazo, en concreto, de los dirigentes del pueblo de Israel.
Jesús se duele de ese rechazo, pero no se sorprende. Conoce los corazones. Y, aun así, no da la espalda a lo que sabe que va a venir. Ha venido a instaurar un Reino de amor, reino del que también había hablado Isaías (cfr. Is 11,1-9): “Fuego he venido a traer a la tierra, y ¿qué quiero sino que arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!” (Lc 12,49-50). “Aquí está mi Siervo, a quien elegí, mi amado, en quien se complace mi alma”: ¡cuánto dicen estas palabras de Dios Padre, y que luego todos oirán cuando Jesús sea bautizado en el Jordán! He ahí el amor verdaderamente divino, el fuego que ni las aguas más caudalosas pudieron ni podrán jamás apagar (cfr. Ct 8,7).
El Señor se echa hacia adelante con decisión. San Pablo lo expresa así de sí mismo: “Olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta” (Flp 3,13-14). Quizá a nosotros, como cristianos, podría retraernos ver el rechazo de tantos a Cristo o la aparente falta de fruto. No olvidemos, por un lado, lo que dice Dios a Samuel: “No es a ti a quien rechazan, sino a mí, para que no reine sobre ellos” (1Samuel 8,7). No olvidemos, por otro, que el amor de verdad, el que transformará los corazones y cambiará al mundo, se prueba, se avalora, en el sacrificio por el amado: Dios y los hombres. Damos nuestra vida por amor a Dios y por los que amamos con el amor de Cristo: porque Cristo ha venido a llamar a los pecadores, que somos todos; porque Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cfr. 1Tm 1,15; 2,4).