Evangelio (Mt 12, 46-50)
Aún estaba él hablando a las multitudes, cuando su madre y sus hermanos se hallaban fuera intentando hablar con él. Alguien le dijo entonces: -Mira, tu madre y tus hermanos están ahí fuera intentando hablar contigo. Pero él respondió al que se lo decía: -¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Y extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: -Éstos son mi madre y mis hermanos. Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre.
Comentario
A lo largo de su vida pública, Jesús pone sistemáticamente su misión en primer lugar, y cualquier otro vínculo terrenal en segundo lugar. El Reino de los Cielos está por encima de cualquier otro compromiso. Incluso los lazos familiares, que eran cruciales en aquella cultura, tienen menos importancia: Jesús advierte a sus oyentes que quien ama a su familia más que a Él, no es digno de Él (cf. Mt 10,34-37).
En esta ocasión, los miembros de su familia fueron a Cafarnaún, donde sabían que se encontraba con sus discípulos, para hablar con él. Tal vez querían instarle a ser más prudente, ante la creciente oposición de los escribas y fariseos. Al encontrarlo ocupado en la enseñanza de sus discípulos, se quedaron fuera y le enviaron un mensaje.
Esperaban que dejara por un momento su enseñanza y se acercara a ellos. Pero Jesús aprovechó el momento para proclamar una nueva enseñanza a sus discípulos. Extendiendo la mano hacia ellos, proclamó solemnemente: “Todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre”. Era una declaración que abría horizontes inesperados: Jesús estaba construyendo una nueva familia basada en los lazos espirituales y no en la genealogía o el parentesco. Para pertenecer a ella, dice Jesús, lo único que se requiere es el compromiso de hacer la voluntad de Dios. Cualquiera puede unirse.
Los lazos que se forman entre los cristianos son muy estrechos. Jesús los asemeja a los lazos familiares, y eso demuestra que considera a las familias físicas como una bendición, como escuelas de fraternidad y amor. En efecto, “Cristo quiso nacer y crecer en el seno de la Sagrada Familia de José y de María” (CIC, n.1655). Sin embargo, esta nueva familia es considerada como una bendición aún más elevada, y extenderá esa fraternidad y amor a todos.
Nosotros pertenecemos a esa familia: “la Iglesia no es otra cosa que la familia de Dios” (CIC, n.1655). Jesús enseñó a sus discípulos hasta qué punto somos responsables unos de otros. En la víspera de su pasión les ordenó: “que os améis unos a otros, como yo os he amado. En esto conocerán todos que sois mis discípulos (…)” (Jn 13,34-35).
Y esta caridad se manifiesta de manera muy práctica. Debemos preguntarnos con regularidad si encontramos el modo de “llevar las cargas de los otros, y así cumplir la ley de Cristo” (Gal 6,2).