Evangelio (Mt 15,21-28)
Después que Jesús salió de allí, se retiró a la región de Tiro y Sidón. En esto una mujer cananea, venida de aquellos contornos, se puso a gritar:
—¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija está poseída cruelmente por el demonio.
Pero él no le respondió palabra. Entonces, se le acercaron sus discípulos para rogarle:
—Atiéndela y que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros.
Él respondió:
—No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel.
Ella, no obstante, se acercó y se postró ante él diciendo:
—¡Señor, ayúdame!
Él le respondió:
—No está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos.
Pero ella dijo:
—Es verdad, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.
Entonces Jesús le respondió:
—¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres.
Y su hija quedó sana en aquel instante.
Comentario
Los verdaderos maestros se mueven por el deseo de llegar al corazón de la gente, y son capaces de ver más allá y más al fondo. Un maestro de verdad no se conforma con repetir unas cosas y exigir que se reciten de memoria. Es un buscador de caminos hacia quien tiene delante y sabe también guiar y corregir en un camino que, sí o sí, debe realizar el interesado como protagonista. El verdadero maestro sabe que debe estimular para que aquel al que ayuda haga sus propios descubrimientos. El verdadero maestro piensa en la persona y, por eso, busca ejercer su labor y ofrecer su enseñanza en un contexto amplio: como una auténtica roturación del terreno, un poner las bases, un abrir el corazón e ilusionar con miras amplias. Así hace Jesús con sus palabras y sus obras, y eso llamaba poderosamente la atención de los que le escuchaban, de los falsos maestros y también de nosotros hoy día.
Jesús ha venido a todos, pero en su misión hay una prioridad: las ovejas perdidas de la casa de Israel. Esas ovejas tienen un lugar muy especial en su corazón: son el Pueblo elegido, al que han sido hechas las promesas, al que han sido dados tantos dones. Pero lo que le ha pasado a Israel es que como Pueblo no ha sido fiel a su vocación, aunque de un pequeño resto suyo nacería la Iglesia. Esa fe que no ha tenido Israel ha de ser despertada, y Jesús lo intenta poniendo también como modelo a personas que, no perteneciendo a Israel, sí tienen fe. Una fe perseverante. Una fe que obra.
No queda duda, por las palabras de Jesús, de la dignidad de Israel. Al mismo tiempo, queda claro que es la fe la que lleva por el camino de la salvación. No se pueden aducir privilegios externos: allá donde hay fe hay vida. Y aquella mujer cananea, que amaba sinceramente a su hija y confiaba tanto en Jesús, adelantó a muchos israelitas en el camino de la santidad. Una de las frases clave del pasaje nos lo resume: “¡Mujer, qué grande es tu fe! Que sea como tú quieres”. Así lo expresa Pablo: “Trabajad por vuestra salvación con temor y temblor; porque Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito” (Flp 2,12-13). Dios nos estimula y empuja, pero la fe y la caridad se edifican sobre nuestra respuesta a esa llamada divina en el día a día. En realidad, alcanzaremos cuanto deseemos mostrándolo con obras.