Evangelio según San Mateo 9,9-13.
Mientras Jesús estaba comiendo en la casa, acudieron muchos publicanos y pecadores, y se sentaron a comer con él y sus discípulos.
Al ver esto, los fariseos dijeron a los discípulos: “¿Por qué su Maestro come con publicanos y pecadores?”.
Jesús, que había oído, respondió: “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos.
Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.
Comentario
¡Qué tiene la mirada de Jesucristo que cambia radicalmente el corazón, lo transforma, lo sana!
Jesús atraviesa las callejuelas de Cafarnaúm y va decidido al lugar donde trabaja Leví, el publicano, el recaudador de impuestos para los romanos, el odiado por sus propios conciudadanos, el despreciado, el traidor.
Se detiene, no tiene prisa, y le mira.
Con esos ojos misericordiosos, como nadie le había mirado antes.
Y le abrió el corazón, lo hizo libre, lo sanó, lo llenó de esperanzas.
En esos ojos Leví vio la mirada de Dios que ve más allá de lo que ven nuestros ojos.
Más allá de las apariencias, de nuestros pecados, de nuestros fracasos, de nuestra indignidad.
En Leví, Jesús ve a Mateo.
Ve su historia de amor, de servicio, de entrega, de fidelidad, de felicidad.
También hoy, cada día, Jesús quiere fijar su mirada en nosotros.
“Es la espera de Dios, que ama a los hombres, que nos busca, que nos quiere tal como somos —limitados, egoístas, inconstantes—, pero con la capacidad de descubrir su infinito cariño y de entregarnos a El enteramente” (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 151).
Nosotros, que estamos también sentados en nuestro banco, buscando ser felices a nuestra manera, acumulando tiempo y bienes para nosotros mismos, incapaces de darnos a los demás, cansados de que pasen los días sin atrevernos a arriesgar.
El encuentro de Jesús con Mateo nos interpela y demanda nuestra confianza: si Jesús pudo transformar a un recaudador en un servidor, a un traidor en su amigo íntimo, también puede transformarnos a nosotros, pecadores, en hijos de Dios, en sus amigos íntimos.
Para ello debemos hacer como Mateo: sentirnos en peligro, enfermos, necesitados de esa mirada que infunde esperanza porque ve en cada uno, pecadores, al hombre soñado por Dios.