Evangelio según San Mateo 4,25.5,1-12.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
“Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.”
Comentario
Hoy la Iglesia conmemora a todas aquellas personas que vivieron la amistad con Dios en su caminar terreno y entraron por eso en su gloria. Algunos santos son elevados a los altares como modelos de virtud y amor de Dios. Pero muchos otros dejaron día a día una impronta de santidad que pasó quizá desapercibida a ojos humanos, pero que nunca escapa a la mirada atenta y amorosa de Dios.
“Todos los Santos es la fiesta de la santidad discreta, sencilla —comentaba Fernando Ocáriz, prelado del Opus Dei—. La santidad sin brillo humano, que parece no dejar rastro en la historia; y que, sin embargo, brilla ante el Señor y deja en el mundo una siembra de Amor de la que no se pierde nada”[1].
Como evangelio de la Misa de este día de todos los Santos, la liturgia eligió el pasaje de las bienaventuranzas según san Mateo, como para subrayar que ellas son el equivalente de la santidad, tanto de aquella que se hace famosa, por decirlo así, y destinada a algunos, como de aquella que solo es conocida plenamente en el Cielo.
Los evangelios recogen dos versiones del discurso de Jesús sobre las bienaventuranzas: la de Lucas, con sus cuatro bienaventuranzas y cuatro ayes, y la de Mateo, que es la que contemplamos hoy y que incluye nueve bienaventuranzas. Mateo nos muestra a Jesús enseñando al pueblo, sentado en lo alto de un monte, rememorando a Moisés, que entregó a los israelitas las tablas de la Ley después de permanecer en lo alto del monte Sinaí junto a Dios. Jesús baja a la tierra y enseña con autoridad, para llevar a plenitud aquella primera ley e invita a los hombres a ser perfectos como el Padre celestial (cfr. Mt 5,48).
Cada una de las bienaventuranzas, con su lenguaje desconcertante, han suscitado numerosos comentarios a lo largo de la historia de la Iglesia. A modo de síntesis, el Catecismo explica que sobre todo “las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad”[2]. Jesús es el principal bienaventurado y dichoso porque vivió en la tierra en unión amorosa con el Padre, que es la mayor dicha, por encima de cualquier tribulación.
Por eso las bienaventuranzas son un compendio de la santidad y una llamada a la misma, ya que “iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos”[3].
Jesús nos invita, en palabras del Papa Francisco, a “que emprendamos el camino de las Bienaventuranzas. No se trata de hacer cosas extraordinarias, sino de seguir todos los días este camino que nos lleva al cielo, nos lleva a la familia, nos lleva a casa. Así que hoy vislumbramos nuestro futuro y celebramos aquello por lo que nacimos: nacimos para no morir nunca más, ¡nacimos para disfrutar de la felicidad de Dios! El Señor nos anima y a quien quiera que tome el camino de las Bienaventuranzas dice: ‘Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos’ (Mt 5,12). ¡Que la Santa Madre de Dios, Reina de los santos, nos ayude a caminar decididos por la senda de la santidad! Que Ella, que es la Puerta del Cielo, lleve a nuestros amados difuntos a la familia celestial”[4].