Evangelio según San Lucas 1,26-38.
a una virgen que estaba comprometida con un hombre perteneciente a la familia de David, llamado José. El nombre de la virgen era María.
El Ángel entró en su casa y la saludó, diciendo: “¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo”.
Al oír estas palabras, ella quedó desconcertada y se preguntaba qué podía significar ese saludo.
Pero el Ángel le dijo: “No temas, María, porque Dios te ha favorecido.
Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús;
él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre,
reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin”.
María dijo al Ángel: “¿Cómo puede ser eso, si yo no tengo relaciones con ningún hombre?”.
El Ángel le respondió: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios.
También tu parienta Isabel concibió un hijo a pesar de su vejez, y la que era considerada estéril, ya se encuentra en su sexto mes,
porque no hay nada imposible para Dios”.
María dijo entonces: “Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho”. Y el Ángel se alejó.
Comentario
La Escritura testimonia el caso de mujeres que conciben y dan a luz por encima de las expectativas humanas. A veces son anuncios del Señor o de un mensajero suyo; otras, las propias mujeres lo piden a Dios. Sara, siendo estéril, dio a luz a Isaac (cf. Génesis 21,3); él mismo imploró a Dios que su mujer Rebeca, también estéril, concibiese; y dio a luz a Esaú y Jacob (cf. Génesis 25,21). También Raquel, la mujer de Jacob, era estéril, hasta que Dios la hizo fecunda (cf. Génesis 30,22-23). Ana, después de rezar mucho, concibió y dio a luz a Samuel (cf. 1 Samuel 1,20). A la mujer de Manóaj el ángel del Señor le anunció que iba a tener un hijo; y dio a luz a Sansón (cf. Jueces 13,24). Y a Zacarías el ángel le anunció que el Señor había escuchado su oración, de modo que su mujer, estéril y ya anciana, iba a concebir y dar a luz a Juan el precursor del Mesías (cf. Lucas 1,13).
Dios es el autor de la vida, es fiel a sus promesas y no deja de escuchar la súplicas de sus hijos. De ese modo ha ido preparando a su pueblo para acoger el cumplimiento definitivo de todas las profecías. Y así, otra hija suya, de nombre María, virgen, ya desposada con José, la predilecta del Señor, sin mancha de pecado desde su concepción, fue la escogida desde toda la eternidad para que en su seno el Unigénito del Padre, por obra del Espíritu Santo, se encarnase. Prodigio admirable de Dios. La doncella de Nazaret acogió libremente la llamada a ser la Madre virginal del Mesías. Y se puso al servicio del Señor. La liturgia de la Iglesia nos ayuda a contemplar con asombro la grandeza de este misterio: “Porque la Virgen escuchó con fe, del mensajero celeste, que iba a nacer entre los hombres y en favor de los hombres, por la fuerza del Espíritu Santo que la cubrió con su sombra, aquel a quien llevó con amor en sus purísimas entrañas (…)”[1].
Al acercarse la Navidad, queremos también nosotros acoger este anuncio, por el que hemos sido hechos hijos de Dios. Y unirnos, con nuestra vida, al servicio incondicional de María a la obra de la redención “en favor de los hombres”. Un servicio alegre y abnegado que contribuirá a que muchos descubran también su llamada. San Josemaría contempló con gran fecundidad el “hágase” de María: “¡Oh Madre, Madre!: con esa palabra tuya –”fiat”– nos has hecho hermanos de Dios y herederos de su gloria. –¡Bendita seas!”[2].
[1] Prefacio de la Solemnidad de la Anunciación.
[2] San Josemaría, Camino, n. 512.