Evangelio según San Marcos 6,53-56.
Apenas desembarcaron, la gente reconoció en seguida a Jesús,
y comenzaron a recorrer toda la región para llevar en camilla a los enfermos, hasta el lugar donde sabían que él estaba.
En todas partes dondeentraba, pueblos, ciudades y poblados, ponían a los enfermos en las plazas y le rogaban que los dejara tocar tan sólo los flecos de su manto, y los que lo tocaban quedaban curados.
La llegada de un personaje importante suele producir una pequeña revolución en los lugares que visita, sobre todo si son sitios poco acostumbrados a vivir grandes sucesos. Lo que suele reinar en los pequeños pueblos es la normalidad de la rutina, la repetitiva cadencia de una vida marcada por la cotidianidad de hacer siempre lo mismo, de ver continuamente a las mismas personas.
Por eso, la llegada de Jesús a Genesaret fue precisamente eso: una revolución. Desde que lo reconocieron, la noticia corrió de boca en boca con la velocidad de quien no quiere desaprovechar la oportunidad de su vida. De ahí que las plazas de aldeas y pueblos se llenaran de enfermos. De ahí que el ruido de las camillas al tocar el suelo se convirtiera en el sonido por excelencia en esa zona de Galilea.
Al Papa Francisco le gusta hablar de la revolución de la ternura que produjo la Encarnación del Hijo de Dios (cfr. Evangelii Gaudium, n. 88). Es fácil imaginarse que sería precisamente eso, ternura, lo que desprendería la mirada de Jesús mientras iba sanando a cada enfermo, mientras, como hizo en otras circunstancias similares, producía en ellos la verdadera revolución: la de perdonarles sus pecados (cfr. Marcos 2, 5).
Pero esa revolución requiere un paso previo: cuando bajaron de la barca, enseguida lo reconocieron. Solo puede ser sanado por Cristo quien es capaz de reconocerlo. Quizás, como supieron hacer los santos, podemos empezar por reconocer a Jesús en la carne de nuestros hermanos enfermos, sabiendo mirar con ternura todas las heridas de su alma y de su cuerpo.