Evangelio según San Marcos 7,1-13.
y vieron que algunos de sus discípulos comían con las manos impuras, es decir, sin lavar.
Los fariseos, en efecto, y los judíos en general, no comen sin lavarse antes cuidadosamente las manos, siguiendo la tradición de sus antepasados;
y al volver del mercado, no comen sin hacer primero las abluciones. Además, hay muchas otras prácticas, a las que están aferrados por tradición, como el lavado de los vasos, de las jarras y de la vajilla de bronce.
Entonces los fariseos y los escribas preguntaron a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no proceden de acuerdo con la tradición de nuestros antepasados, sino que comen con las manos impuras?”.
El les respondió: “¡Hipócritas! Bien profetizó de ustedes Isaías, en el pasaje de la Escritura que dice: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.
En vano me rinde culto: las doctrinas que enseñan no son sino preceptos humanos.
Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios, por seguir la tradición de los hombres”.
Y les decía: “Por mantenerse fieles a su tradición, ustedes descartan tranquilamente el mandamiento de Dios.
Porque Moisés dijo: Honra a tu padre y a tu madre, y además: El que maldice a su padre y a su madre será condenado a muerte.
En cambio, ustedes afirman: ‘Si alguien dice a su padre o a su madre: Declaro corbán -es decir, ofrenda sagrada- todo aquello con lo que podría ayudarte…’
En ese caso, le permiten no hacer más nada por su padre o por su madre.
Así anulan la palabra de Dios por la tradición que ustedes mismos se han transmitido. ¡Y como estas, hacen muchas otras cosas!”.
Comentario
Quizás muchos de nosotros compartimos un recuerdo común: el de nuestras madres o abuelas insistiéndonos en la importancia de lavarnos las manos antes de comer.
Muchas veces lo habremos hecho a regañadientes, sin darle mayor importancia a las normas de higiene o a la posibilidad de contraer una enfermedad. Nos gustaba jugar, y por lo tanto, ensuciarnos. Nos gustaba comer, y por lo tanto, todo lo que retrasara ese momento era un trámite a evitar.
Sin embargo, obedecíamos. Ya fuera para evitar un castigo, una reprimenda, o simplemente para comer cuanto antes, obedecíamos. También, en el fondo, porque percibíamos que la palabra de la madre o de la abuela venía envuelta en un aura de sabiduría que era necesario respetar.
Pero entonces, crecimos. Y seguimos lavándonos las manos, aunque ya no estuvieran allí madre o abuela para recordárnoslo. Simplemente, el recuerdo de su cariño y la experiencia que hemos ido adquiriendo nos han hecho entender que no era un simple capricho: lavarse las manos era importante. Tenía un sentido. La salud estaba en juego.
Por desgracia, en la vida de quienes criticaban a Jesús se produjo un drama: jamás crecieron. Su amor quedó estancado. Seguían lavándose las manos, pero lo hicieron siempre por miedo al castigo. Nunca entendieron que los mandamientos de Dios no eran un capricho, sino una orientación que se prescribía para la salud de sus almas.
Por eso, no eran capaces de vivir ni siquiera el dulcísimo precepto, como llamaba san Josemaría al cuarto mandamiento. Precisamente porque no captaron que detrás del mandato hay un espíritu. Detrás de ese lávate las manos antes de comer se escondía un profundo anhelo de vernos dignos, sanos y fuertes.
El mismo espíritu que late detrás de cada uno de los diez mandamientos: el deseo que tiene Dios de que tengamos el corazón limpio, sobre todo para poder contemplarlo a Él (cfr. Mateo 5, 8).