La dura lucha de una recolectora urbana para mantener a su familia. Dos hijos y un nieto con discapacidad y las ayudas del Estado no llegan.
Mediodía. Los chicos están en la casa, pero no se escucha ruido de platos. No hay olor a comida. Nadie se viste apurado para ir a la escuela. Todas las cosas (con sus dos, tres, cuatro y quién sabe cuántas vidas) están en su lugar. El cubrecamas que alguna vez fue rojo, la cuna de barrotes, el mantel con motivos navideños… todos los objetos están avejentados, como si formaran parte de un museo de objetos, que pertenecieron a otros y luego a otros y a otros…
De los 10 hijos de Fabiola Pelozo, de 39 años, siete (todos de apellido Nieva) salen a recibirla: Ariana, de 18; Micaela, de 14 años; Iván de 12; Mauricio, de 10; Tiara, de nueve; Cristina, de ocho y Lara de tres años. No es su horario habitual de llegada, que suele ser las seis de la tarde. A esa hora vuelve del galpón donde selecciona la basura. Fabiola sale a las siete de la mañana del barrio Jerusalén, de Alderetes, y camina 40 cuadras mientras va recogiendo en su carrito botellas de plástico, vidrio, cartón y cuanta cosa le pueda servir para vender después. Al galpón de Blas Parera 581 llega con material para trabajar ese día. A ella le toca enfardar con una máquina. A las cuatro de la tarde, emprende el camino inverso.
Lo único que rompe su rutina es el hambre. “A veces lo que junto no alcanza para parar la olla entonces agarro el carro y salgo de nuevo, pero no sola. Me acompaña mi hijo Ezequiel, de 19 años, que tiene un bebé con Síndrome de Down y otra hija que ha nacido hace dos meses. Todos viven conmigo”. Fabiola pide que le traigan a sus nietos que están en la casa de una vecina. Con dulzura muestra al bebé de un año y dos meses, que sonríe y parece no molestarle una traqueotomía que tiene en la garganta. “Era muy chiquito, no tenía fuerza para respirar”, explica la abuela. Una mirada a ese bebé más pequeño de tamaño que su hermana casi recién nacida, le quiebra la voz. “Solamente ve bultos, sombras”, dice, pero él igual regala sonrisas.
“Mi nuera tenía 16 años cuando ha quedado embarazada. No ha recibido la asignación por embarazo ni la Universal por Hijo, nada. No teníamos qué darle… Recién ahora una señora la está ayudando con una leche especial que nosotros no podíamos comprar porque cuesta $ 2.600. Gracias a eso Nicolás ya pesa 4,2 kilos”, sonríe aliviada.
Cuando nació su nieto, Fabiola sintió que la vida le pegaba una cachetada en la otra mejilla. Porque en una ya se la había dado hace 10 años, cuando nació Mauricio. “Síndrome de Smith Lemli Opitz” le dijeron que tenía. Un trastorno hereditario, que produce malformaciones en cara, pies, órganos y también retraso mental y madurativo, dificultad para alimentarse (por eso son chicos desnutridos), hiperactividad, hasta síntomas de autismo y depresión. Todo eso tiene Mauri, que aprendió a caminar a los cinco años. Con mucho esfuerzo logró aprender a hablar “pero una vez que se enfermó y le agarró la primera convulsión, de ahí no ha vuelto a hablar más. Usa pañales. Se babea. Cuando no come bien se pone agresivo, llora. Lo llevo al dispensario todos los meses pero al neurólogo solamente cuando consigo turno en el Hospital de Niños, y por ahí pasa medio año”, baja la cabeza.
Hijos con discapacidad
Aferrada a las piernas de su madre, Tiara mira la boquita semiabierta, con las mismas facciones que Mauri. Tampoco habla. Abraza un gatito resignado a que lo zamarreen. “Después de tenerlo a Mauri me han ligado las trompas, pero no sé cómo lo han hecho porque a los meses ha nacido esta” (señala a Tiara). Tiene el mismo síndrome. Va a cumplir nueve años. “La genetista me ha dicho que son casos rarísimos. Uno en un millón, y se da más en varón, pero a mí me han tocado los dos, varón y mujer. Son los únicos que hay en Tucumán”, hace una mueca entre el dolor y la ironía. “Lo que yo no quiero es que se cumpla lo que dice internet, que la mayoría no llega a ser grande…”, ciñe con fuerza los ojos.
No van a la escuela
A pesar de las dificultades (Mauri casi no escucha de un oído y ve muy poco de un ojo) son los únicos escolarizados. Un transporte del programa Incluir los retira de su casa y los lleva todos los días al centro de día Despertar, de Yerba Buena. Los demás no van a la escuela. “Han ido, sí, a la escuela Juan C. Méndez, pero ya no, porque no los han querido recibir más porque no puedo pagar la cooperadora”. Iván tiene 12 años y ha quedado en 4° grado. Hace dos años que no va a clase. “Encima me han retenido la libreta y sin ese papel no lo puedo inscribir en otra escuela”. Cristina, la de ocho, no conoce lo que es un jardín de infantes y mucho menos una escuela. Tampoco tiene documentos de identidad. Ni ella ni la menor de todos. “Me han perdido los papeles”, dice por toda respuesta, y mira a lo lejos el barro en el que se hunde el callejón donde vive, que no tiene salida.
La casa de Fabiola es de ladrillos. “La ha construído mi marido. Todo con cosas juntadas por nosotros, cosita por cosita. Así hemos hecho esta casa”. Hay orgullo en esas palabras. Lo que no hay es un marido presente, porque él “siempre anda haciendo changas o se va a otra provincia a trabajar en la cosecha o en lo que sea”, lo dispensa su esposa.
Las cuatro habitaciones son oscuras, a pesar de que tienen luz eléctrica. “No sé de cómo no me la han cortado. Estoy debiendo nueve boletas. Y a nosotros no nos puede faltar la luz por el bebé que tiene la traqueotomía y hay que aspirarlo todos los días con un aparato para que no se ahogue”, explica mientras camina mostrando su casa, limpia, impecable, pero con los colores “raídos” que lava el tiempo. Debajo de cada cama hay ladrillos o cajones de manzana que ofician de patas. Parece que no alcanzaron para Micaela, que duerme sobre el piso en un colchón que se desarma de viejo. Mica tiene 14 años y todavía no retomó la escuela porque su madre debe pagar la cooperadora. Se dedica a cuidar a sus hermanos, a los que están sanos. Edgardo tiene 16 años y dejó la escuela en 6° grado.
Ariana se encarga de los dos niños con discapacidad. Tiene 18 años pero la cabeza de una niña. “Tiene retraso madurativo y aprendizaje lento, por eso no va a la escuela ni puede trabajar. Pero no tiene certificado de discapacidad porque dicen que no le corresponde”. Ariana se ocupa de darles la medicación a los chicos. Deberían tomar Karidium (clobazam) 10 mg y Logical Jarabe 10 mg. Pero sólo puede comprar el primero, “porque es el remedio, o la comida”, sintetiza. La receta se la da el neurólogo cada seis meses, por eso lo termina adquiriendo sin obra social. “El Karidium cuesta $ 351 y es para las convulsiones. Para que me alcance para dos meses lo hago estirar. De las dos veces que les toca, sólo les doy a la mañana. Cuando las convulsiones les agarran por la noche lo único que hacen es abrir los ojos y quedarse blanditos… ”, revela su lógica.
Hace unos días Fabiola y sus nueve compañeros del centro verde, de Villa 9 de Julio, quedaron estupefactos. Quien les había prestado la enfardadora llegó para retirarla. Ahora el precio del material caerá estrepitosamente. Deberán trabajar más horas para recuperar la ganancia. Fabiola limpia la compactadora y la prende para mostrar que la entrega funcionando, como se la prestaron. Silencio. Nadie protesta. Saben que es un desafío más para los recolectores urbanos de la cuasi cooperativa “Aquí nadie se rinde”. Mientras tanto, los más chicos van al comedor infantil que está sobre la ruta 312, que los vecinos llaman “la alternativa”, en Alderetes. Los más grandes, nada. Por eso en la casa de Fabiola nunca hay olor a comida.
fuente: la gaceta
El gobernador Manzur no ayuda a esta gente, que falta de solidaridad Tucumán