José Martínez Suárez murió este sábado 17 a los 93 años. El reconocido director de cine, hermano mayor de las gemelas Mirtha y Goldie Legrand, había sido hospitalizado a raíz de una rotura de cadera, consecuencia de un accidente doméstico. Pero con el correr de los días su estado se agravó por un virus intrahospitalario, que le provocó una neumonía. Si bien los profesionales en un primer momento lograron estabilizarlo, el cuadro se complicó hasta llegar a este doloroso final.
Mirtha y Goldie lo visitaron todos los días durante su internación. Apesadumbrada, la diva había dicho en su programa: “Mi hermano está con un tema de salud que me tiene muy preocupada. Tengo la fe de que va a estar bien, pero me tiene preocupada”. Por su parte, Marcela Tinayre, sobrina de Josecito -como lo llamaban todos- le había contado a Teleshow: “En la familia estamos pendiente de la situación, y en especial mamá, que está inquieta por su salud”.
Si bien la mayoría lo vincula directamente con la gran dama de los almuerzos, Martínez Suárez era mucho más que el hermano de Mirtha Legrand: en el mundo del cine su palabra era respetada y admirada. Maestro de todo aquel que quisiera ser un guionista exquisito, el director del Festival de Cine de Mar del Plata fue, sobre todo, una persona noble.
La memoria de un hombre de cine
Un adolescente espera en la portería de los estudios de cine Lumiton. Sus hermanas filman una película y debe esperarlas. En un descuido se mete en lo que parece ser un galpón pero en realidad es un set de filmación y queda deslumbrado no por lo que pasa delante de las cámaras sino detrás de ellas. Mira el trabajo de los escenógrafos, los iluminadores y sobre todo el director. Todos los días que quedan del rodaje logra colarse, y se queda observando hasta que alguien le pide que le alcance algo y de pronto se encuentra -casi sin darse cuenta- trabajando en el mismo lugar que sus hermanas pero desde un sitio absolutamente distinto. Sus hermanas son las mellizas Legrand y comienzan a ser exitosas; él prefiere el detrás de escena: a partir de ese momento José Martínez Suárez construirá una de las trayectorias más emblemáticas y admiradas del cine nacional.
“Cuando entré en Lumiton era una especie de universidad. La persona mayor enseñaba a los pibes, cosa por cosa; nadie se guardaba nada. De ahí salieron iluminadores, camarógrafos, directores, guionistas. Fue mi segundo hogar”, relató alguna vez en Anfibia, la publicación de la Universidad de San Martín. “Era un placer trabajar allí porque uno iba rotando los cargos. Por ahí estaba en el laboratorio, por ahí estaba en la administración, por ahí estaba de ayudante de dirección, por ahí estaba como ayudante de producción, por ahí como ayudante de cameraman. Así se iba aprendiendo de todo”.
Mientras Mirtha y Goldie se destacaban en pantalla, José absorbía todo lo que pasaba detrás. Primero fue asistente de producción, luego ayudante y asistente de dirección. Entre sus maestros estaban Leopoldo Torre Nilsson, Kurt Land, Ralph Pappier y Daniel Tinayre, que con el tiempo se convertiría en su cuñado.
Sus ganas de aprender no eran nuevas, lo acompañaban desde chico cuando se portaba mal a propósito en la escuela para que lo mandaran castigado a la dirección. Es que la penitencia consistía en ¡leer! Entonces Josecito devoraba enciclopedias y todo lo que caía en sus manos. Porque las buenas historias también necesitan buenos lectores.
Cuando murió su papá recién había cumplido 11 años. El dolor era tan inmenso que la única forma que encontró para aliviarlo fue refugiarse en aquello que además de los libros sentía seguro y mágico: el cine. Y así fue que ese verano vio 700 películas; el dolor no se fue, pero se sintió mucho menos.
Al tiempo dejó Villa Cañás con sus hermanas y su mamá, instalándose en Buenos Aires. Todavía no sabía que Rosa María, la Chiqui, se convertiría en Mirtha Legrand, una de las grandes estrellas no solo del cine también de la televisión argentina. Pero lo que sí sabía ese día que acompañó a sus hermanas a los estudios Lumiton era que amaba el cine. Paso a paso llegó su primer documental, Altos hornos Zapla (1959), y luego su debut en la ficción con El crack (1960). En esa película, y con la lucidez que solo distingue a los talentosos o a los adelantados, describía las maniobras oscuras de ciertos dirigentes de fútbol con los jugadores.
Después vinieron Dar la cara (1962), Viaje de una noche de verano (1965), co-guionó La Mary (1974) con Daniel Tinayre, dirigió Los chantas (1974), Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), y su último trabajo fue Noches sin lunas ni soles (1984).
A la par que realizaba su recorrido en el cine comenzó a dar clases en algunas universidades, y también a hacer algunas gauchadas. ¿En qué consistían? Una vez un amigo se le pidió que le leyera un guión porque no entendía por qué se lo rechazaban. José le prometió leerlo esa misma noche y al otro día le dio su devolución: “Te lo rechazan porque está mal escrito, flaco”, le dijo, contundente. Entonces, de gaucho se ofreció a ayudar a mejorarlo, y lo hizo. Entonces vino otro guionista y le pidió lo mismo; y después un estudiante de guión; y después otro y otro. Y todos se iban con el mismo guión pero mejorado, pulido, perfeccionado, y todos los buenos adjetivos que se puedan agregar.
Así comenzó un boca a boca en el mundillo del cine donde se pasaban el dato de Josecito como quien pasa una receta secreto o una clave misteriosa que habilita entrar a un paraíso deseado, pero no permitido para todos. En 1984 filmó su última película. Las buenas oportunidades no aparecían, y las que aparecían no eran buenas. Entonces, como contó en una entrevista en Infobae. “Se me ocurrió una buena acción: enseñarles a los jóvenes lo que sabía yo, lo que había aprendido cuando era pequeño, cuando era menor. Pero con una variante: las charlas eran individuales, no eran en conjunto”. De esa manera comenzaron sus míticos talleres.
Sus alumnos aprendían de él todo lo que necesitaban saber del maravilloso mundo del cine, y lo que no aprendían de lo que decía lo aprendían de lo que los mandaba a ver. A las personas que se acercaban a inscribirse primero les preguntaba si habían visto El Ciudadano, y luego, amablemente, les entregaba una lista con las 100 películas que sí o sí debían ver. Algunos lo miraban con cara espantada. “¡¿100 películas?!”. “Sí, 100 películas. Véalas y después vuelve”. Los que aceptaban el desafío no solo volvían sino que se quedaban con él y se convertían en sus privilegiados alumnos. Y en verdad los sacaba buenos: solo alcanza con nombrar algunos como Lucrecia Martel, Juan José Campanella y Gustavo Taretto.
Los que participaban de sus charlas/clases aseguran que con Martínez Suárez el desafío no era aprender, sino no hacerlo. Resultaba imposible no contagiarse de su entusiasmo, no admirar su memoria o simplemente escuchar con atención a ese hombre que emanaba respeto y respiraba cine.
¿En qué consistían estos talleres? El camarógrafo Javier Hick, uno de sus alumnos, cuenta: “En cada clase me daba un libro que debía leer completo para la clase siguiente. No eran específicos de cine sino de literatura, ya que, como te dejaba bien claro, ’la buena literatura es la principal herramienta de la buena escritura’. Después de una breve entrevista inicial supe que me aceptaba porque me mandó a mi casa una maravillosa carta escrita de su puño y letra donde me contaba sus condiciones innegociables: ser puntual y jamás asistir sin la consigna cumplida”.
Cada encuentro era una clase magistral de escritura donde maestro y alumno analizaban el texto escrito. El alumno mostraba su producción y el maestro leía, corregía, preguntaba o hacía todo eso junto, es decir, simplemente… enseñaba. Dicen que solía dar dos tipos de consejos: los excelentes y los brillantes.
Su saber era tan vasto que siempre contaba con la palabra precisa, la frase justa para marcar los errores, aciertos y necesidades. Pero también contaba con la humildad y la autoridad necesaria para corregir sin humillar, para indicar sin despreciar. Solía repetir dos frases que eran casi su credo: “Podés filmar con una luz pésima y con encuadres desprolijos, pero si contás una buena historia vas a mantener al espectador sentado en la butaca”. El otro: “Hay películas muy buenas, otras buenas y hay películas necesarias”. Quizá por eso sus filmes de cabecera eran Ocho y medio, de Fellini, y El Ciudadano, de Orson Welles.
Con sus alumnos tenía gestos de una humanidad exquisita. Si bien las clases eran individuales solía armar diferentes grupos de trabajo para que filmaran los cortos entre todos, en los que como travesura o guiño solía aparecer unos segundos. Se trataba de una especie de sello de autor o marca de personal que funcionaba como código secreto porque el espectador con ojo avezado, al descubrirlo, sabía que si aparecía es porque ese trabajo valía la pena.
Otros de sus gestos conmueven por su ternura. Fanático confeso de Jorge Luis Borges, una vez viajó a Europa con su pareja y al volver le entregó a cada alumno un paquetito pequeño y amorosamente envuelto. Adentro había un puñadito de grava, recogida del caminito que está junto a la tumba donde descansa el escritor en Ginebra.
Todos los que compartieron camino con él destacan no solo sus increíbles conocimientos que lo convertían en un verdadero erudito, también su humildad y austeridad. Vivía en un cómodo departamento sobre Avenida Libertador, regalo de su hermana. Solía contar pícaramente que le agradecía mucho el regalo. “Lástima que no se fijó que con estas expensas se me va media jubilación”, agregaba, y echaba una carcajada.
José jamás alardeaba de lo que sabía; al contrario, afirmaba que no era que conocía mucho de cine, sino simplemente que recordaba mucho. “Tengo buena memoria y saco conclusiones”, afirmaba, pero él -tan memorioso – “olvidaba” que los recuerdos son situaciones o hechos que quedan en la mente. Entonces si recordaba tanto era porque había visto y vivido mucho.
Su austeridad también era legendaria. Mirtha le propuso ponerle un auto con chofer a su disposición, pero él prefería trasladarse en colectivo. En bondi llegaba a los cursos que tomaba sobre Borges, y en bondi también arribaba a todos los eventos del Festival de Cine de Mar del Plata. Y eso que era su director. Cuando le preguntaban por qué no usaba el vehículo oficial, contestaba: “No me gusta tener un chofer que maneje el auto porque me parece un gasto innecesario, y yo soy muy tacaño… con el dinero ajeno”, remataba. Si le insistían que esos asientos y a cierta edad eran muy incómodos, concedía un “puede ser”. Y agregaba: “Pero es más la incomodidad que me ocasiona desde el punto de vista ético”.
Investigando un poco sobre su vida se puede encontrar un pensamiento de José Martínez Suárez suyo que es toda una definición: “La gente es muy cariñosa pero tal vez exagera un poco. La fama es puro cuento. Solamente soy un hombre que trata de hacer bien su trabajo”. Y quizás ese fue el secreto de su vida, simplemente hacer bien su trabajo y regalar a sus alumnos un poquito de grava tomada de un sendero. Quizá sabiendo que sin querer él también era sendero, y aunque jamás lo admitiera, sobre todo era modelo.