Evangelio según San Juan 20,2-8.
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro.
Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes.
Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo,
y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte.
Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó.
Comentario
La liturgia celebra hoy la fiesta de san Juan, apóstol y evangelista, hijo de Zebedeo. Según la tradición, Juan es el “discípulo amado” que se recostó sobre el pecho del Maestro en la última cena (Jn 13,25), acompañó a Jesús en el suplicio de la Cruz junto a María (Jn 19, 26-27), fue testigo del sepulcro vacío y posteriormente de la Presencia del Resucitado (Jn 20, 2; 21, 7).
En la escena del evangelio de hoy vemos a María Magdalena, Pedro y Juan en torno al sepulcro vacío. Esta escena es de suma importancia porque está en juego la verdadera dimensión del mensaje de Jesús, que Juan supo transmitir con tanta fuerza. Sólo si el amor de Jesús era más fuerte que la fatídica muerte, valdría la pena arriesgarlo todo por el Maestro. Sin esta victoria, sus palabras quedarían en meras promesas que se perderían con el correr del tiempo.
Es quizá, gracias al amor real y concreto que Juan recibió estando cerca del Maestro, que lo ayudaron a mantenerse expectante y como en guardia después de los sucesos de la pasión y muerte de Jesús. Había algo de auténtico e inmortal en el amor de Jesús, que hacía presentir que la historia del Maestro no podía terminar en tinieblas.
Estos y otros numerosos recuerdos de Jesús se agolparían en su mente al escuchar las noticias de María Magdalena, sobre la tumba vacía. La emoción lo hace correr más velozmente que Pedro, aunque al llegar lo espera en señal de respeto hacia el jefe de los apóstoles. Al asomarse no encuentra a Jesús pero ve los lienzos plegados, que le recuerdan vivamente que el misterio del resucitado es también el del crucificado.
Y aunque los lienzos no ofrecían una certeza absoluta, Juan contaba en su corazón con la claridad que sólo el amor puede otorgar. Viendo aquello supo en su interior que las palabras que escuchó tan atentamente de los labios del Maestro no eran sino verdades. Jesús había resucitado y ahora quedaba esperar a poder verlo y escucharlo nuevamente.
Existe un antiguo himno, que se reza en la liturgia de las horas, compuesto en honor al evangelista, que puede servirnos para terminar este comentario. El texto nos recuerda que en el discípulo amado tenemos un modelo para que todos imitemos, ya que todos estamos llamados a esa relación de amor con el Señor resucitado.
Tú que revelaste a Juan
tus altísimos decretos
y los íntimos secretos
de hechos que sucederán,
haz que yo logre entender
cuánto Juan ha contado.
Déjame, Señor, poner
mi cabeza en tu costado.
Tú que en la cena le abriste
la puerta del corazón,
y en la transfiguración
junto a ti lo condujiste,
permíteme penetrar
en tu misterio sagrado.
Déjame, Señor, posar
mi cabeza en tu costado.
Tú que en el monte Calvario
entre tus manos dejaste
el más santo relicario:
la carne donde habitaste;
tú que le dejaste ser
el hijo bien adoptado.
Déjame, Señor, poner
mi cabeza en tu costado.
Y tú, Juan, que a tanto amor
con amor correspondiste
y la vida entera diste
por tu Dios y tu Señor,
enséñame a caminar
por donde tú has caminado.
Enséñame a colocar
la cabeza en su costado. Amen