Evangelio según San Marcos 2,18-22.
Jesús les respondió: “¿Acaso los amigos del esposo pueden ayunar cuando el esposo está con ellos? Es natural que no ayunen, mientras tienen consigo al esposo.
Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán.
Nadie usa un pedazo de género nuevo para remendar un vestido viejo, porque el pedazo añadido tira del vestido viejo y la rotura se hace más grande.
Tampoco se pone vino nuevo en odres viejos, porque hará reventar los odres, y ya no servirán más ni el vino ni los odres. ¡A vino nuevo, odres nuevos!”.
Comentario
El ayuno es un modo de rezar con el cuerpo: a través del “vacío” que experimentamos en nuestra dimensión orgánica nos acordamos de que el “vacío” más crítico es el de la ausencia de Dios. El ayuno –y en general todo tipo de abstinencia– es como un impulso para desear más intensamente la presencia del Señor en nuestra vida, para que apaguemos solo en Él nuestras ansias de plenitud.
Un ayuno que nos impida disfrutar de la cercanía de Dios no tendría sentido: eso es lo que Jesús hace ver hoy en el Evangelio. Por eso sus discípulos no ayunan de la misma manera que los de Juan Bautista y de los fariseos: los discípulos de Jesús gozan ya de la alegría de convivir con el Hijo de Dios, mientras que los otros todavía no lo han descubierto.
Una señal de la llegada de los tiempos mesiánicos era precisamente la abundancia: lo vemos, por ejemplo, en el delicioso vino de las bodas de Caná, o en la gran cantidad de panes y peces que Jesús ofreció a la multitud. Era bueno para los discípulos de Cristo que experimentaran también esa sensación de bienestar cuando estaban con Él. Es lo mismo que hacemos hoy los cristianos cuando celebramos las fiestas de una manera magnánima, en la belleza del culto, en la alegría del festejo y en el sabor de la mesa.
Pero el Señor añade que «Ya vendrán días en que les será arrebatado el esposo; entonces, en aquel día, ya ayunarán». En la vida cristiana también hay momentos de penitencia, de sujetar al cuerpo para despertar más los deseos de Dios. La santidad tiene esa riqueza de pasar por estrechez y por abundancia, pero siempre con alegría, porque en todo momento el Señor está cerca de nosotros.
Cuando nos mortificamos no olvidamos que Cristo ya ha triunfado y que su vida está en nosotros. Por eso, la mortificación se practica con flexibilidad: «La santidad tiene la flexibilidad de los músculos sueltos. El que quiere ser santo sabe desenvolverse de tal manera que, mientras hace una cosa que le mortifica, omite —si no es ofensa a Dios— otra que también le cuesta y da gracias al Señor por esta comodidad. (…) La santidad no tiene la rigidez del cartón: sabe sonreír, ceder, esperar. Es vida: vida sobrenatural» (san Josemaría, Forja, n. 156).