Hay triunfos que valen toneladas de oro para la tabla y el ánimo y ni un gramo para la maduración de un equipo. De ese calibre fue el que consiguió la Argentina por 1-0 ante Chile en su serpenteante camino por las Eliminatorias sudamericanas. Una victoria para adelantarse en la curva hacia el Mundial de Rusia, aunque también para hacerse un montón de preguntas. Las que deberán responderse en el corto tránsito hacia el partido contra Bolivia.
La selección repitió una tendencia vieja y casi siempre ineficaz: dejar de hacer lo que la llevó a ponerse arriba en el resultado una vez que lo consiguió. Porque, sin ser deslumbrante, había dictado las condiciones del partido al principio. Poca distancia entre defensa y ataque, presión en la salida de Chile y combinaciones veloces. Hasta que llegó la jugada del penal de Fuenzalida a Di María, la precisa definición de Messi y vuelta a empezar.
Fue a partir de ese instante que las posturas trocaron. Incipientemente, Chile empezó a tomar confianza y se animó a mover la pelota. Aránguiz, en el eje, tomó el control en ese océano que dejaba la Argentina. Se sabía: sin disciplina táctica, el equipo de Bauza se iba a partir en mitades. ¿Iba a ser Messi quien retrocediera para tapar a Beausejour? Difícil. ¿Sería Agüero el que se sumara a la línea de volantes para tapar el primer pase? No, Kun prefirió duplicar la función de Higuaín y ser más un segundo delantero que un volante ofensivo.
Así, Alexis Sánchez entró en escena para inquietar a la defensa argentina con su manejo en velocidad, una cualidad que lo distingue. Complicó a Mercado por la banda y también a Otamendi cuando lanzaba diagonales. Mascherano, mucho mejor en los lanzamientos ofensivos que en las coberturas atrás, no hacía pie, y tampoco Biglia: eran demasiados rojos en la zona central de la cancha, un pisadero difícil de justificar, por otra parte; ¿cómo River no fue capaz de presentar un campo en buenas condiciones?
Sin circuitos de juego elaborados, la Argentina volvía entregarse a inspiraciones individuales. Eso y decir que se encomendaba a ser Messi dependiente es lo mismo. El capitán, activo en recuperar pelotas, pisaba poco el área de Bravo, pero siempre era el más lúcido, como demostró en esa acción que combió un quite con una habilitación extraordinaria a Di María que el arquero visitante terminó tapando. Al entretiempo se llegó con una incógnita: ¿cuánto más aceptaría el entrenador de Argentina jugar a la ruleta rusa con ese esquema 4-2-4?
La respuesta llegó a los 10 minutos, los que demoró Bauza en colocar a Éver Banega por Agüero. El delantero de Manchester City pagó con su salida el precio de no haber desempeñado una función que no siente ni, casi por carácter transitivo, no cumple bien. Banega es la pausa, el pase, el orden, lo que el equipo precisaba. Que aportara todo eso o no sería otra historia
De una mano de Banega, justamente, surgió la jugada que devolvió a Chile al partido: un tiro libre de Sánchez que rebotó en el travesaño, con Romero vencido. Iban 19 minutos. Entonces, Pizzi dio un paso más al frente: puso a Valdivia, un volante ofensivo, por Silva, uno defensivo. Sabía que el Mago -un talentoso lagunero, aunque esas dos palabras unidas tal vez sean una redundancia- podía hacer daño allí donde se cocinan los partidos.
Chile retomó el dominio del juego y la Argentina, esta vez sí alentada por el público que completó el Monumental, apenas atinaba a aguantar atrás. Messi no entraba en juego, Banega no tomaba contacto con la pelota y solo Di María, tan voluntarioso como apresurado, aportaba vivacidad. Otro tiro libre de Sánchez desviado y una entrada de Castillo (ingresó por Fuenzalida) por el área chica podrían haber desembocado en un lógico empate.
En los minutos finales, Chile empezó a deponer las armas, quizás agotado por un esfuerzo que no tuvo recompensas. Abrazada a tres puntos que valían aire para unos pulmones semivacíos, la Argentina no esperó el final: imploró por él. A los puntos se los quedó, sí, y entonces a Bauza, el hombre que quería ganar sin que le importara un bledo el cómo, la ecuación le cerró por todos lados.
fuente:LA NACION