La batalla de Tucumán es, coinciden todos sus cronistas, uno de los hechos de armas más difíciles de describir. Atento a la gran variedad de eventos que la configuraron, así como a la amplia libertad con la que se movieron sus protagonistas, sin seguir órdenes superiores. Fue “la más gaucha de todas las batallas” que se lucharon durante la gesta de la independencia, al decir de Vicente Fidel López, y significó un importante punto de inflexión, después del desastre de Huaqui, que tuvo lugar el 20 de junio de 1811.
El 11 de setiembre de 1812 el Gral. Manuel Belgrano arribaba a la actual provincia de Tucumán, conduciendo mil seiscientos soldados, en estado deplorable, junto con los jujeños que, en masa, seguían al Ejército del Norte, en su retirada hacia el sur. El Gobierno había ordenado retroceder hasta Córdoba y no arriesgar sus tropas en ninguna acción, ante la clara superioridad del enemigo. El ejército del rey lo seguía de cerca, con tres mil trescientos soldados, dos escuadrones de caballería y trece cañones.
Llevar consigo a cuestas a todo el pueblo de Jujuy, en la epopeya que conocemos como el éxodo jujeño, significó un gran pesar en el espíritu del Gral. Belgrano. Ver cómo familias enteras eran arrancadas de su terruño para acompañar a los soldados en su marcha retrógrada, lo afectó en tal medida que se prometió no volver a repetir una decisión tan drástica. El general estaba ya cansado de retroceder y buscaba cualquier pretexto para detenerse y jugarse el todo por el todo frente a su rival, el general realista Juan Pío Tristán y Moscoso, un viejo conocido suyo de sus correrías estudiantiles en España.
Ni bien los tucumanos se enteraron de que Belgrano se encontraba cerca, fueron, alarmados, a reunirse con él y le ofrecieron todo lo que tenían a su alcance a fin de que no desamparase a la provincia y se quedara con ellos a enfrentar a Tristán. Cuenta Vicente Fidel López: “grupos numerosísimos de hombres decididos y bravos acudieron a tomar servicio en sus filas”.
La actitud de los tucumanos le venía a Belgrano como caída del cielo. Era el pretexto que necesitaba para detener su retirada y enfrentarse al enemigo. El pueblo de Tucumán temía que Belgrano repitiera con ellos lo que había realizado en Jujuy y los forzara a dejar todas sus posesiones; o bien que los abandonara, como había hecho con Salta, dejándolos a merced de Tristán. En tal caso, el jefe realista se hubiera ensañado indudablemente con ellos, al haber adherido totalmente Tucumán a la revolución (a diferencia de Salta).
La situación del ejército de Belgrano era lúgubre: la cuarta parte de sus soldados estaba en el hospital. Solo tenía seiscientos fusiles para mil infantes y únicamente doscientos quince bayonetas, esenciales para que los soldados pudieran defenderse en la lucha cuerpo a cuerpo. Había solo veintiuna carabinas y treinta y cuatro pistolas de caballería. Necesitaba de todo. Sin embargo, el Primer Triunvirato, en Buenos Aires, tenía que vérselas con la amenaza de una inminente invasión portuguesa desde la Banda Oriental. Por ello, no pudo enviarle a Belgrano sus mejores unidades: los Regimientos de Infantería n.º 2 y n.º 5 y los granaderos a caballo. No obstante, le remitió el cuerpo menos entrenado que tenía a mano: el Batallón de Pardos y Morenos, o de Castas, que, al mando del comandante José Superí, se cubriría de gloria en Tucumán y Salta.
El 23 de setiembre los realistas llegaron a Los Nogales, veinte kilómetros al norte de la ciudad de Tucumán. Tristán podía tomar el camino de la izquierda, que lo conducía, por el acceso norte, a San Miguel de Tucumán; o bien tomar el camino de la derecha, también llamado Real o del Perú, que rodeaba a la ciudad por el oeste y desembocaba en la actual localidad de El Manantial, donde había un pantano cenagoso que se interponía entre el camino y la ciudad. Para acceder al pueblo, se debía cruzar un desvencijado puente de madera que desembocaba en el entonces Campo de las Carreras, al sudoeste del casco histórico y céntrico de la ciudad.
Belgrano, para defender la plaza, salió con su ejército para interponerse entre el invasor y la ciudad, con sus hombres de cara al norte, esperando la aparición de Tristán en cualquier momento. Sin embargo, el ejército realista nunca se dejó ver. Solo envió algunas partidas de reconocimiento. Tristán decidió hacer noche en Los Nogales y no avanzar en lo que quedaba de ese día. Como el enemigo no avanzaba, Belgrano ordenó a sus hombres levantar la formación y dirigirse hacia la actual plaza Independencia, donde había establecido su cuartel general para descansar unas horas.
A las dos de la madrugada del 24 de setiembre de 1812, Belgrano hizo incorporar a sus hombres (los pocos que pudieron pegar un ojo) y los llevó nuevamente hacia su anterior posición, al despuntar el alba. El tiempo pasaba y Tristán seguía sin aparecer. Ni siquiera se divisaron las partidas que habían incomodado a los patriotas el día anterior. ¿Qué había ocurrido? Simple: Tristán advirtió el plan de Belgrano y decidió no enfrentarlo en un combate frontal. De alguna manera supo o adivinó que los patriotas habían foseado la plaza y se habían atrincherado allí. Entonces resolvió sitiar la ciudad, aislarla en sus comunicaciones, tomando los caminos hacia el sur (Córdoba) y el este (Santiago del Estero) para desde allí dirigir los ataques o sitiar la ciudad. Por eso decidió tomar el Camino del Perú, situado a la derecha, abandonando el norte de la ciudad con el afán de desembocar en El Manantial.
En las filas patrias eran las ocho de la mañana y aún no había señales de Tristán. Ansioso, Belgrano comisionó a un intrépido joven tucumano, Gregorio Aráoz de Lamadrid para que, con doce Dragones de la Patria fuera a observar, como partida de avanzada, qué había sido del enemigo. Al poco tiempo, Lamadrid le notificó que Tristán había levantado campamento y había tomado el Camino del Perú, por lo cual se esperaba que se le apareciera a Belgrano por el Campo de las Carreras, a sus espaldas.
Sin perder tiempo, el general patriota hizo girar de posición a sus soldados, que ingresaron a la ciudad con gran entusiasmo, alentados por los ciudadanos que auguraban a sus hijos el mejor de los éxitos en el inminente combate. Con confianza, los patriotas formaron en un terreno al cual llegaron con bastante antelación, en razón del gran rodeo que tuvo que hacer el ejército real. Así, pudieron ubicar sus caballadas, escondidas a la sombra de densos bosques que había a la derecha y a la izquierda de ese gran descampado que era el Campo de las Carreras. De tal suerte que, cuando aparecieron en el horizonte los realistas, en una larga hilera, desde el puente de El Manantial, lo único que había ante su mirada era la diminuta infantería de Belgrano que los estaba esperando.
La caballería patria se desplegó, como era de estilo, en ambas alas: mejor ubicada la de la derecha, escondida en la espesura de las yungas. Los tres batallones de infantería formaban en el centro, con la artillería ubicada en los claros, entre batallón y batallón. Era de práctica concentrar toda la artillería en baterías para aprovechar mejor su poder de fuego. Esta arma se desaprovechó en Tucumán, al dejar seis piezas en la plaza y llevar solo cuatro, que se desparramaron inútilmente en el campo.
En las primeras horas de la tarde aparecieron las primeras formaciones realistas, que venían en fila, tal cual habían cruzado el puente de El Manantial. Al divisar formada, con sus espaldas contra la ciudad, a la escuálida infantería patriota, transmitieron la noticia a Tristán, quien se apresuró a llegar al frente de sus unidades. Entonces ordenó que la mediocre caballería de Tarija, que encabezaba su formación, se corriera hacia el extremo izquierdo para evitar cualquier maniobra de flanco de los patriotas. Siguiendo a la caballería y a la derecha de esta, acomodó al mejor batallón de infantería que tenía: el Abancay.
En el centro, hizo formar a otros dos batallones completos: el Cotabambas y el Real de Lima. A la derecha, cerrando la formación de infantería, hizo un rejunte con los efectivos de los batallones Paria y Arequipa. En el apuro, se quedó sin reserva, lo cual le resultaría fatal.
La caballería realista y el Abancay tuvieron que desplazarse todo lo posible hacia la izquierda para darles lugar a sus demás camaradas, que se acomodaran a su derecha y ocuparan el resto de la línea de combate para enfrentar a los patriotas, que los esperaban hacía horas.
Frente a la marea realista, la pequeña y compacta infantería patria formaba impaciente, pero segura. Ante el Abancay se erguía el Batallón de Cazadores, al mando del mayor francés Carlos Forest. Del centro realista (Cotabambas y Real de Lima) daría cuenta el Batallón n.º 6, al mando del teniente coronel Ignacio Warnes; y a la izquierda de este, formaban los negros del Batallón de Castas, al mando de Superí, quienes se medirían con el Paria y el Arequipa. Detrás y a poca distancia, aseguraba la retaguardia el Batallón de Reserva, compuesto por piquetes de soldados selectos, extraídos de todos los otros cuerpos, al mando del teniente coronel Manuel Dorrego, atento a lanzarse en auxilio de sus compañeros ante la primera señal.
Cuando los realistas se pusieron a tiro de artillería, los tres cañones patrios de la derecha abrieron fuego sobre el Abancay y el Cotabambas. Dos de ellos se concentraron sobre el Abancay y le ocasionaron los primeros estragos. Como resultado del certero e incesante cañoneo patrio, el Abancay sufrió importantes bajas. Sin embargo, su comandante, enardecido, recompuso sus filas y, apoyado por sus vecinos, Cotabambas y Real de Lima, arremetieron contra el centro patriota e hicieron retroceder a Warnes, con su Batallón n.º 6, quien dejó descubierto el flanco izquierdo de Forest y sus Cazadores. Este embate realista se realizó sin órdenes de Tristán, que en ese momento hacía desmontar sus cañones. La infantería patriota se empezó a desbandar y los realistas capturaron los tres cañones del centro y de la derecha de Belgrano.
En ese punto crítico, el intrépido Dorrego, advirtiendo el peligro, se lanzó, con su reserva, en auxilio de sus camaradas del Batallón n.º 6, que venía retrocediendo. En el momento crucial de la batalla, donde la escasa infantería patria cedía, vencida por la abrumadora diferencia numérica enemiga, dos comandantes patriotas, actuando por iniciativa propia, sin recibir órdenes de nadie ni ponerse de acuerdo, siguieron sus instintos guerreros y lograron dar vuelta el resultado de una batalla, que ya presagiaba perdida.
Dorrego, desde la reserva, se arrojó con ahínco para cubrir la brecha que se había abierto entre los batallones de Cazadores y el n.º 6. En ese mismo momento, Balcarce, que a la derecha tenía escondidos, en los tupidos bosques, a sus ochocientos Dragones de la Patria y Decididos de Tucumán, ordenó atacar al enemigo pero no de frente, lo cual hubiera significado un inútil sacrificio y seguramente un fracaso. En efecto, su caballería se hubiera estrellado contra una infantería armada y preparada para recibirla. Al contrario, ordenó a sus hombres avanzar sigilosamente unos metros, dar luego un leve rodeo y cargar, finalmente, sobre el Abancay, por su costado izquierdo y por detrás. Los perplejos infantes realistas, que ya avanzaban victoriosos, quedaron sorprendidos al ver que, de la nada, se les venían encima hordas montadas atacándolos por el flanco y la retaguardia, a los alaridos.
Balcarce cargó contra la retaguardia de las primeras dos unidades de infantería realistas que tenía a mano: el Abancay y el Cotabambas, “los cuales sorprendidos y aterrados a la vista de un espectáculo tan imponente como nuevo para ellos, no supieron tomar otro partido que el peligroso de acabar de desordenarse y acogerse al inmediato bosque. Este funesto ejemplo, que fue desgraciadamente seguido por los demás batallones, dio ocasión a que los intimidados y confusos infantes disidentes los persiguieran con audacia, hiriendo y matando sin piedad a los que pudieron alcanzar de los realistas”; reconocería un general español.
Simultáneamente, Dorrego irrumpía con su reserva por la izquierda de Forest, llenando el hueco que había dejado el desbande del Batallón n.º 6. Esta maniobra cortó completamente las posiciones del Abancay y del Cotabambas. En medio de este contragolpe patrio, Forest consiguió rehacerse y recuperar la iniciativa. Rodeados los realistas por el frente y atacados por el huracán de gauchos, Decididos y Dragones, por la espalda, empezaron a desbandarse. El primero en huir fue su mejor unidad: el Abancay; que en la retirada perdió a su coronel, varios prisioneros y banderas. Caído el Abancay, rompió la línea izquierda del Cotabambas, quien, contagiado, se desbandó al poco tiempo y huyó, perdiendo también a su coronel, prisioneros y banderas.
Como un efecto dominó, desaparecido el Abancay, desbandado el Cotabambas, quedaba en el centro el Real de Lima, que también sufrió los efectos del pánico y tuvo la misma suerte que los otros dos batallones enemigos: pérdida de sus jefes, prisioneros y estandartes. Cuenta Vicente Fidel López: “Toda esa parte de la formación realista se desgrana así por grupos: los unos corren buscando el amparo de sus batallones de la derecha que, con mayor suerte, habían arrollado a Superí: los otros, con la reserva, se desenredan del desorden como pueden y se abrigan en el bosque del Camino de Santiago; pero muchos perecen a manos de los gauchos que en completa dispersión, saqueaban los equipajes y mataban fugitivos”.
Entonces sucedió lo que nadie había imaginado: tres batallones patrios (el n.º 6, Cazadores y la Reserva) se encontraron dueños absolutos de esa parte del campo de batalla. Gran parte del parque enemigo estaba en su poder: municiones, mulas, pertrechos, artillería, carretas, bueyes, equipajes, así como un elevado número de prisioneros e insignias enemigas capturadas. Sin embargo, ignoraban qué había sido del general Belgrano y del resto de las fuerzas ubicadas a la izquierda del dispositivo patrio, a saber: el grueso de la caballería gaucha, la otra unidad de artillería y los negros del Batallón de Pardos y Morenos. La situación misma de las tropas enemigas les era desconocida. Nada alcanzaban a ver en todo aquel campo donde se había levantado un polvaredal impresionante, aún no se disipaba el humo de los mosquetes y de la artillería y había ingresado una manga de langostas en medio de la acción que dificultaba toda visibilidad.
En ese momento, Dorrego, verdadero líder entre sus pares, ordenó hacer lo más prudente y sensato: levantar todo lo que tenían en su poder y llevarlo hacia la plaza Independencia, donde el comandante patriota Benito Martínez había quedado bien fortificado, con una pequeña fuerza de refresco y las seis piezas de artillería restantes. Así fue como toda la infantería patria se replegó a la ciudad, a la espera de las noticias de su general y de sus restantes camaradas, de quien nada se sabía hasta entonces.