Conservar y crear puestos de empleo, con la creatividad de quien busca el bien de los demás, es quizá hoy en día uno de los imperativos de la caridad
El 1 de mayo celebramos el día mundial del trabajo. La actividad humana de trabajar involucra a la persona en todas sus dimensiones: inteligencia, voluntad, afectos, aspiraciones. “Es la primera vocación del hombre: trabajar. Y esto le da dignidad” (Papa Francisco, 1-V-2020). Hoy, en coincidencia con el día mundial del trabajo, muchos recordamos a san José obrero.
La pandemia sigue azotando el trabajo de millones de hombres y mujeres: empleos perdidos y aumento de la precariedad. Estas dos heridas, desocupación y precariedad, nos interrogan sobre el trabajo del futuro.
En tantos lugares, la crisis sanitaria ha desplazado el trabajo presencial a las pantallas en el propio domicilio, con aspectos positivos y negativos. En el teletrabajo constatamos la gloria de la técnica y su límite. Si por un lado se ha avanzado en eficacia y se han resuelto obstáculos que parecían insalvables, al mismo tiempo comprobamos que la persona humana necesita de relaciones reales, no virtuales, para compartir lo que cada una alberga en su corazón.
El tiempo transcurrido desde el inicio de la pandemia nos confirma también que la crisis es transversal, que afecta a toda la humanidad, y que el trabajo debería estar en el núcleo de un futuro mejor. Conservar y crear puestos de trabajo, con la creatividad de quien busca el bien de los demás, es quizá hoy en día uno de los imperativos de la caridad.
Ante tantas situaciones personales rotas, el trabajo nos ofrece la oportunidad de progresar en otra de sus dimensiones: la capacidad de acogida y apertura a los demás. En la confluencia entre ruptura y acogida resurge la nostalgia de trascendencia, de ir más allá de uno mismo, de cuidar y ser cuidados, de ayudar y ser ayudados, primeras consecuencias del reconocimiento de la vulnerabilidad. Un trabajo, en el que tengan cabida la dignidad y el encuentro, se convierte en diálogo con uno mismo y con los demás. Presenta una finalidad compartida, despierta corrientes de entendimiento, colabora en pronunciar el “nosotros”, ayudando a superar diferencias y a la promoción del mutuo conocimiento; enriquece por el intercambio de capacidades humanas y por la participación en procesos creativos.
El trabajo se manifiesta así en su verdadera extensión, como un “lugar” en que todos podemos aportar algo, y no solo en su aspecto económico. La común vocación de los hombres y mujeres al trabajo nos hace converger en la tarea de “recrear” el mundo y sus relaciones. Por eso, cuando el trabajo pierde su dignidad de diversas maneras, se distorsiona a la persona en su ser más íntimo.
En la búsqueda de soluciones nuevas, porque no parece haber vuelta atrás, el amor a los demás impulsa la creatividad para encontrar esos nuevos caminos junto con los demás ciudadanos. No hay un único camino, sino muchos, pero guiados por el servicio, elemento integrante del bien común. En cualquier caso, la dignidad del trabajo está fundada en el amor: “El gran privilegio del hombre es poder amar, trascendiendo así lo efímero y lo transitorio. Puede amar a las otras criaturas, decir un tú y un yo llenos de sentido. Y puede amar a Dios, que nos abre las puertas del cielo, que nos constituye miembros de su familia, que nos autoriza a hablarle también de tú a Tú, cara a cara. Por eso el hombre no debe limitarse a hacer cosas, a construir objetos. El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor” (san Josemaría Escrivá, 19-III-1963).